conmemorado el 12 de junio.
San Pafnucio, quien llevó una vida ascética en el desierto de Tebaida en Egipto, nos ha dejado un relato sobre san Onofre el Grande, así como sobre las vidas de otros ermitaños del siglo IV: Timoteo el Morador del Desierto, los Abbas Andrés, Caralampio, Teófilo y otros.
San Pafnucio tuvo el deseo de partir hacia el desierto interior para ver si había algún monje que laborara más arduamente para el Señor que él. Llevó un poco de pan y agua consigo, y marchó hacia la parte más remota del desierto. Después de cuatro días arribó a una cueva y encontró en ella el cuerpo de un Anciano que había estado muerto por varios años. Habiendo enterrado al ermitaño, san Pafnucio continuó su camino. Después de varios días más, encontró otra cueva y, por las marcas en la arena, se dio cuenta de que la cueva estaba habitada. Al atardecer vio una manada de búfalos y caminando entre ellos un hombre. Éste hombre estaba desnudo, mas estaba cubierto con largo cabello cual si estuviera vestido: era Abba Timoteo el Morador del Desierto.
Al ver a un hermano, Abba Timoteo pensó que estaba viendo una aparición y se puso a orar. San Pafnucio finalmente convenció al ermitaño de que en realidad era un hombre vivo y un compañero en Cristo. Abba Timoteo le preparó comida y agua. Relató que había estado viviendo en el desierto durante treinta años, y que san Pafnucio era el primer hombre que veía desde entonces. En su juventud, Timoteo había vivido en un monasterio cenobítico, pero quería vivir solo. Abba Timoteo dejó su monasterio y se fue a vivir cerca de una ciudad, sosteniéndose del trabajo de sus propias manos (era tejedor). Una vez una mujer vino a él con una orden y él cayó en pecado con ella. Habiendo vuelto en sí, el monje caído se adentró en el desierto, donde soportó pacientemente la tribulación y la enfermedad. Cuando estaba a punto de morir de hambre, recibió la curación de milagrosa manera.
Desde entonces Abba Timoteo había vivido pacíficamente en completa soledad, comiendo dátiles de los árboles y saciando su sed con agua de un manantial. San Pafnucio suplicó al Anciano que pudiera permanecer con él en el desierto. Pero respondió que sería incapaz de soportar las tentaciones demoníacas que acosan a los moradores del desierto. El Anciano lo proporcionó dátiles y agua, y lo bendijo para que siguiera su camino.
Habiendo descansado en un monasterio del desierto, san Pafnucio emprendió un segundo viaje al desierto más remoto, con la esperanza de encontrar otro Santo Asceta que beneficiara su alma. Siguió adelante durante diecisiete días, hasta que se agotó su suministro de pan y agua. San Pafnucio se desplomó dos veces a causa de la debilidad, mas un ángel lo fortaleció.
El decimoséptimo día san Pafnucio arribó a un sitio montañoso y se sentó a descansar. Aquí vio a un hombre que se acercaba a él, cubierto de pies a cabeza con cabello blanco y ceñido sus lomos con hojas de plantas del desierto. La visión del Anciano atemorizó a Abba Pafnucio, quien saltó y huyó colina arriba. El Anciano se sentó al pie de la colina. Levantando la cabeza, vio a san Pafnucio y lo llamó para que bajara. Éste era el gran morador del desierto, Abba Onofre. A petición de san Pafnucio, le habló de sí mismo.
San Onofre había vivido en completo aislamiento en los yermos del desierto por sesenta años. En su juventud se había criado en el monasterio de Erato, cerca de la ciudad de Hermópolis. Habiendo aprendido de los Santos Padres acerca de las penalidades y la vida elevada de los moradores del desierto, a quienes el Señor envió ayuda a través de Sus ángeles, san Onofre anhelaba imitar sus hazañas. En secreto, salió del monasterio una noche y vio un brillante rayo de luz delante de él. San Onofre temió y decidió regresar, pero la voz de su Ángel de la Guarda le dijo que partiera hacia el desierto para servir al Señor.
Después de caminar seis o siete millas, vio una cueva. En ese momento el rayo de luz se desvaneció. En la cueva moraba un anciano. San Onofre permaneció con él para conocer su forma de vida y su lucha contra las tentaciones demoníacas. Cuando el Anciano se convenció de que san Onofre había sido un poco iluminado, lo llevó a otra cueva y lo dejó allí solo para luchar por el Señor. El Anciano lo visitaba una vez al año, hasta que durmió en el Señor. A petición de san Pafnucio, Abba Onofre relató sus labores y hazañas ascéticas, y cómo el Señor lo había cuidado. Cerca de la cueva donde vivía había una palmera datilera y brotaba un manantial de agua pura. Doce ramas diferentes de la palmera dieron fruto cada mes en sucesión, y así el monje no padeció ni hambre ni sed. La sombra de la palmera lo protegía del calor del mediodía. Un ángel traía la Sagrada Comunión al Santo cada sábado y domingo, así como a los demás habitantes del desierto.
Los monjes conversaron hasta la noche; entonces, Abba Pafnucio notó una hogaza de pan blanco entre ellos, y también un recipiente con agua. Después de comer, los Ancianos pasaron la noche en oración. Después del canto de los himnos de la mañana, san Pafnucio observó que el rostro del venerable Onofre se había transfigurado, y eso lo asustó. San Onofre dijo: “Dios, que es misericordioso con todos, te ha enviado a mí para que puedas enterrar mi cuerpo. Hoy terminaré mi camino terrenal y partiré hacia mi Cristo, para vivir por siempre en eterno descanso”. San Onofre pidió a Abba Pafnucio que lo recordara a todos los hermanos y a todos los cristianos.
San Pafnucio deseó permanecer allí tras la muerte de Abba Onofre. Sin embargo, el Santo Asceta le dijo que no era la voluntad de Dios que permaneciera allí; en cambio, había de regresar a su propio monasterio y contarles a todos sobre las virtuosas vidas de los moradores del desierto. Luego de bendecir a Abba Pafnucio y despedirse de él, san Onofre oró con lágrimas y suspiros, y luego se acostó en la tierra, pronunciando sus últimas palabras: “En tus manos, Dios mío, encomiendo mi espíritu”, y expiró.
San Pafnucio lloró y arrancó una porción de su manto, y con ella cubrió el cuerpo del gran asceta. Lo colocó en la hendidura de una gran roca, que era hueca como un sepulcro, y la cubrió con una multitud de piedras pequeñas. Entonces comenzó a orar para que el Señor le permitiera permanecer en ese lugar hasta el final de su vida. De pronto, la cueva se hundió, la palmera y la fuente de agua se secaron. Al darse cuenta de que no se le había dado la bendición de permanecer, san Pafnucio emprendió su viaje de regreso.
Después de cuatro días, Abba Pafnucio arribo a una cueva, donde conoció a un asceta que había vivido en el desierto durante más de sesenta años. Con excepción de un par de Ancianos, con quienes trabajaba, éste monje no había visto a nadie en todo ese tiempo. Cada semana, éstos tres habían ido por sus caminos solitarios al desierto, y el sábado y el domingo se reunían para la salmodia y comían el pan que les traía un ángel. Como era sábado, se habían reunido. Después de comer el pan provisto por el ángel, pasaron toda la noche en oración. Cuando se iba, san Pafnucio preguntó los nombres de los Ancianos, pero ellos dijeron: “Dios, que todo lo sabe, también conoce nuestros nombres. Acordaos de nosotros, para que podamos vernos unos a otros en las moradas celestiales de Dios”.
Continuando su camino, san Pafnucio se encontró con un oasis que lo impresionó por su belleza y abundancia de árboles frutales. Cuatro jóvenes que habitaban éste lugar vinieron a él del desierto. Los jóvenes contaron a Abba Pafnucio que en su infancia habían vivido en la ciudad de Oxyrhynchus (Alta Tebaida) y habían estudiado juntos. Habían ardido en el deseo de dedicar sus vidas a Dios. Haciendo planes para partir al desierto, los jóvenes abandonaron la ciudad y después de varios días de camino llegaron a éste lugar.
Un hombre radiante de gloria celestial los recibió y los condujo a un Anciano del desierto. “Hace seis años que vivimos aquí”, dijeron los jóvenes. “Nuestro Anciano habitó aquí un año y luego murió. Ahora vivimos aquí solos, nos alimentamos del fruto de los árboles y tenemos agua de un manantial”. Los jóvenes le dieron sus nombres, eran san Juan, Andrés, Heraclemón y Teófilo (2 de diciembre).
Los jóvenes se empeñaban separadamente durante la semana entera, pero el sábado y el domingo se reunían en el oasis y ofrecían común oración. En éstos días aparecía un ángel y les comulgaba con los Santos Misterios. Ésta vez, sin embargo, por el bien de Abba Pafnucio, no partieron hacia el desierto, sino que pasaron la semana entera unidos en oración. El sábado y domingo siguiente se concedió a san Pafnucio junto con los jóvenes recibir los Santos Misterios de manos del ángel y escuchar las palabras: “Recibid el Alimento Imperecedero, bienaventuranza sin fin y vida eterna, el Cuerpo y la Sangre del Señor. Jesucristo, nuestro Dios”.
San Pafnucio se atrevió a pedir permiso al ángel para permanecer en el desierto hasta el final de sus días. El ángel respondió que Dios había decretado otro camino para él. Debía regresar a Egipto y contarles a los cristianos la vida de los habitantes del desierto.
Tras despedirse de los jóvenes, san Pafnucio arribó al borde del desierto después de un viaje de tres días. Aquí halló una pequeña Skete, y los hermanos lo recibieron amorosamente. Abba Pafnucio relató todo lo que había aprendido acerca de los Santos Padres que encontrara en el desierto. Los hermanos escribieron un relato detallado de lo dicho por san Pafnucio, y lo depositaron en la iglesia, donde todos los que desearan hacerlo podían leerlo. San Pafnucio dio gracias a Dios, que lo había concedido conocer la vida exaltada de los ermitaños de la Tebaida, y volvió a su propio monasterio.
REFERENCIAS
Orthodox Church in America. (2023). Venerable Onuphrius the Great. New York, Estados Unidos: OCA.
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